Las pequeñas y medianas empresas son importantes, pero no se les puede limitar su afán de crecimiento.
Editorial La Tercera:
LOS DATOS son conocidos: las micro, pequeñas y medianas empresas constituyen más del 95% de las empresas formalmente constituidas del país y representan sobre el 60% de los puestos de trabajo. Por sus características, muestran un promedio de existencia reducido, dejando en evidencia sus fragilidades y complicaciones para sostenerse en una economía competitiva. Ello motiva las políticas públicas que el Estado mantiene en favor de su subsistencia y desarrollo, incluyendo líneas de crédito bajo condiciones especiales y algunas consideraciones tributarias.
No obstante, ninguna de estas políticas debe llamar a la confusión: las pequeñas y medianas empresas están llamadas a crecer y generar un tamaño relativo que les permita ser competitivas no sólo a nivel nacional sino también aprovechando las oportunidades de desarrollo existentes en los mercados internacionales.
Después de todo, son las grandes empresas las que contribuyen en mayor medida al crecimiento de un país y, al mismo tiempo, las que generan las condiciones de tamaño relativo y eficiencia que permiten ofrecer productos a los clientes a precios más competitivos. En otras palabras, la existencia de un mercado competitivo, donde conviven empresas pequeñas, medianas y grandes, contribuye tanto a la economía en su conjunto como a los consumidores en particular.
Se trata, por cierto, de una realidad bien conocida y avalada por los estudios económicos durante años, pero que cada cierto tiempo aparece atacada por un discurso que tiende a confundir los evidentes beneficios del pequeño emprendimiento con el ataque o el desprestigio hacia los grandes conglomerados.
No se puede entender de otra forma, por ejemplo, la inclinación de algunos legisladores por introducir en las normas generales condiciones o garantías especiales para las pequeñas y medianas empresas, pero siempre que no superen determinados y arbitrarios niveles de ventas, utilidades o número de trabajadores. Ello implica, evidentemente, establecer un límite al crecimiento, generando la falsa impresión de que una empresa de, por ejemplo, 50 trabajadores requiere un respaldo fiscal que se niega a otra compañía con 51 empleados.
Estas barreras al crecimiento de las empresas aparecen muchas veces acompañadas de un discurso crítico hacia las compañías de mayor tamaño que tiende a generalizar a partir de acciones concretas y muy reprochables de algunos actores. Como consecuencia, se genera un cuadro de descrédito hacia las grandes empresas que en nada contribuye a la confianza de los inversionistas.
El afán electoral que suele impulsar la generación de condiciones especiales para las pequeñas y medianas empresas en determinadas legislaciones lleva incluso a algunos parlamentarios a caer en verdaderas incoherencias entre los objetivos perseguidos. Así se observa, por ejemplo, en el caso de la reforma laboral y las indicaciones en favor de las pymes. Aunque dichas medidas sean necesarias para el funcionamiento de estas compañías de menores dimensiones, el empeño por su aprobación no hace más que dejar en evidencia que el verdadero objetivo de la reforma consiste en ampliar la cuota de poder para los sindicatos de las grandes empresas.