En la década de los 60, un pequeño pueblo de los Estados Unidos llamó la atención de médicos, científicos y sociólogos: nadie entendía por qué, pero los habitantes del lugar tenían una tasa de infarto agudo de miocardio (ataque al corazón, coloquialmente), cercana a la mitad que otras zonas, incluyendo villas vecinas prácticamente idénticas. La salud general de los habitantes de Roseto, era, por cierto, envidiable.
En esta localidad fundada por inmigrantes italianos a finales del siglo XIX, los hombres, habitualmente, fumaban tabaco puro sin filtro y la ingesta de vino no tenía mayor reserva, ni en horario ni en cantidad. En la dieta semanal no faltaban las albóndigas y salchichas cocinadas en manteca de cerdo, más una amplia gama de quesos ricos en grasas, salami, u otros embutidos. Y las ensaladas livianas no estaban dentro de los platos más solicitados.
Y entonces, ¿qué era lo que determinaba su buena salud? Ciertamente no eran las condiciones de trabajo, pues la mayoría laboraba en las contiguas canteras de piedra pizarra, donde las condiciones ambientales dejaban mucho que desear y el polvo microscópico no pedía permiso para meterse entresus pulmones. Tampoco era la calidad del agua, el clima o la genética. Esas y otras alternativas también fueron descartadas por los investigadores.
Después de un intenso estudio de las múltiples variables se logró determinar que lo que les daba su buena salud eran los cercanos lazos familiares y comunitarios sobre los cuales se fundaban las relaciones entre las personas, con un acoplamiento intergeneracional estrecho.
En Roseto, nadie estaba solo. Era un pueblo de poco más de 1.500 habitantes donde todos se ayudaban entre todos y nadie era dejado de lado, sin importar la edad, el nivel educacional o situación financiera. Si a alguien le iba mejor económicamente, no osaba en ostentarlo; al contrario, ayudaba al desfavorecido. Y a los adultos mayores jamás se les aislaba, sino que estaban integrados, por ejemplo, como jueces informales en disputas comerciales o como árbitros en desacuerdos de la vida diaria, se reverenciaba su experiencia de vida.
Así, con la certeza que cada cual tenía su lugar y dónde acudir en caso que se les presentara un problema, nadie parecía estar muy triste ni muy estresado. Los resultados de esta organización independiente, pero preocupada de los demás, sorprenden también en otras aristas tan diferentes como que la tasa de delincuencia era cero y los viudos eran más que las viudas.
Al descubrir el porqué de la buena salud de estas personas, los investigadores hicieron un vaticinio que lamentablemente se cumplió. Dijeron que a medida que este pueblo se fuera integrando al resto de la cultura norteamericana, es decir, menos cercanos, menos modestos, menos interdependientes, también se volverían menos saludables.
Hoy, Roseto, igual que entonces, tiene poco más de 1.500 habitantes, pero su salud no tiene nada de especial y están dentro del promedio de esa nación.
La particularidad en el devenir de este pueblo llevó a que se acuñara el término “efecto Roseto”, donde las personas de una comunidad socialmente cohesionada e integrada, tiene menos estrés, mejor salud y, evidente, menos tasa de infartos. Una sociedad donde se vive mejor y probablemente, donde la gente está más contenta.
Cuando vemos el cambio demográfico y cultural que ha estado viviendo nuestro país en las últimas décadas y cómo han cambiado las pirámides de población, las alertas se disparan en todos los frentes. Por un lado, Chile, según la OMS, es uno de los países más depresivos del mundo, donde las mujeres y los sectores más pobres son los más afectados. Al mismo tiempo, vemos cómo tenemos y tendremos una proporción cada vez más grande de adultos mayores, pero cada vez más aislados y vulnerados en su dignidad y en sus derechos.
Según cifras del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), los adultos mayores pasaron de ser el 11% de la población en 2002 al 15% en 2014. Así, 2.578.823 chilenos tienen más de 60 años.
Para 2020, estiman que un 17,3% de la población será adulto mayor, equivalente a 3,3 millones de personas. Evidentemente, en un futuro no muy lejano, la proporción crecerá. Es por ello que en la normativa conjunta de la SVS y la Superintendencia de Pensiones, emitida en noviembre pasado, las nuevas tablas de esperanza de vida corresponden a 90,31 años para las mujeres y 85,24 años para los hombres.
Un tema, entonces, fundamental como país, es cómo nuestros adultos mayores pueden continuar siendo un aporte. Es sólo cosa de abrir puertas en vez de cerrarlas y darles espacio para su desarrollo, integrándolos en la última etapa de su vida. Y no por caridad, sino porque, al aislarlos, nos estamos perdiendo de un sinnúmero de beneficios.
Por ello, además de preocuparnos de las variables de la salud y las enfermedades que se suscitan con la edad (hipertensión, artritis, artrosis, insuficiencia cardiaca, etcétera), se debiera apuntar hacia una integración sincera y efectiva, evitando la discriminación y los prejuicios hacia ellos.
Invertir en los adultos mayores es invertir en nosotros, en nuestros niños y nuestros jóvenes. Un adulto mayor contento, sano y alegre, podrá transmitir su experiencia a las nuevas generaciones, cimentando el futuro de nuestra sociedad: una más cohesionada, generosa, justa y feliz. Y eso, es invaluable.
Columna de Ernesto Evans, Presidente de la Asociación de Mutuales.
Fuente: Cooperativa